Por Arlette Luévano
ME GUSTA creer que no soy una persona que se molesta de la nada. Cuando algo me incomoda, trato de evaluar si mi reacción está justificada. Me hago preguntas: ¿Estoy siendo demasiado sensible? ¿Habrá otra interpretación? ¿Estoy exagerando? En la medida de lo posible, claro.
PERO HAY momentos en que todo parece confuso, como si el mundo hablara en claves que no reconozco. A veces dudo incluso de mi percepción. Vivimos en una época donde el gaslighting (esa forma de invalidar la experiencia del otro) no siempre viene de una sola persona: parece una presencia que flota en el aire.
EN MEDIO de eso, he notado una constante que me enoja más de lo que quisiera: cuando hago una pregunta directa, clara, y recibo una respuesta que no tiene nada que ver.
NO ME REFIERO a simples malentendidos. Hablo de ese gesto cotidiano y desconcertante donde alguien contesta otra cosa, como si no me hubiera escuchado, como si la pregunta no existiera, como si responder lo que se pregunta fuera un lujo o una molestia.
PREGUNTO: “¿VAS a venir mañana?”, y me responden: “Tengo muchas ganas de verte”.
PREGUNTO: “¿YA comiste?”, y me responden: “He tenido un día muy raro”.
Y EN LA esfera pública, es aún peor.
LO QUE en lo cotidiano se siente como desconcierto, en el ámbito público se convierte en estrategia. La evasión ya no es torpeza: es cálculo.
BASTA ASISTIR a una conferencia de prensa o leer una entrevista con alguna figura institucional. Preguntas urgentes reciben respuestas diluidas. Se cuestiona sobre la falta de inclusión y se responde con discursos vacíos sobre diversidad. Se pide transparencia y se obtiene una lista de eufemismos.
EL LENGUAJE público se ha vuelto una coreografía del desvío.
ESTE FENÓMENO tiene raíces profundas. Lo describió el filósofo H. P. Grice cuando propuso que toda conversación honesta se sostiene sobre ciertas máximas: claridad, pertinencia, veracidad y una cantidad suficiente de información. Pero hoy esas reglas parecen haber sido sustituidas por otras, como ambigüedad, evasión o cordialidad prefabricada.
Y HAY UN factor más, menos evidente pero igual de poderoso. Como explica la lingüista Deborah Tannen, muchas veces las personas no responden a la pregunta literal, sino a lo que creen que hay detrás. Interpretan una intención emocional (implícita, suya) y contestan desde ahí, no desde la palabra dicha.
ES DECIR, se responde a la suposición, no al enunciado. Y cuando ese hábito se normaliza, el lenguaje deja de ser puente y se convierte en niebla.
PERO INCLUSO lo no dicho tiene efectos. Lo ha señalado Judith Butler: el lenguaje no se agota en lo que enuncia. También actúa a través del silencio, la omisión, el rodeo.
UNA PREGUNTA ignorada o respondida con desvío no es solo una cortesía fallida: es una forma de negación, de borramiento, de desarticulación del lazo entre quien pregunta y quien escucha.
RESPONDER SIN responder se ha vuelto una forma de violencia. Una manera de eludir el compromiso, de evitar ser interpelado. Un ejercicio distorsionado del poder.
PORQUE DETRÁS de cada pregunta hay un deseo de contacto. Una necesidad de saber, de aclarar, de compartir. Cuando se responde otra cosa, se desplaza la pregunta, y con ella, a quien preguntó.
NO DEBERÍAMOS acostumbrarnos. No deberíamos aceptar que el ruido sustituya al sentido, que la palabra se vuelva una especie de antifaz.
YO DIRÍA que responder bien (con precisión, con atención) es una forma de cuidado. No porque la exactitud sea un lujo de obsesivos, sino porque el lenguaje es vínculo: te escucho, te reconozco, aquí estoy.
ENTONCES SÍ, tengo derecho a enojarme cuando me responden otra cosa. No es una exageración. Es una forma de defender el significado, de sostener lo que se nombra.
Y TAL VEZ también sea una forma de resistir entre la niebla.