Por Arlette Luévano

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Arlette Luévano

CUANDO LA ley protege de forma selectiva, no es justa. Esa es la raíz del caso viral de #DatoProtegido.

HAY ALGO inquietante en ver a una ciudadana obligada a disculparse cada día por el mismo Estado que tenía el deber de garantizar su libertad de expresión. Ocurrió en Hermosillo, Sonora, pero pudo pasar en cualquier lugar de México. Una mujer sin cargo público, sin partido, sin fuero, escribió un tuit. No insultó, no calumnió: opinó. Cuestionó un posible caso de nepotismo entre una diputada y su pareja, también político. Lo hizo como lo hacemos tantos: desde la extrañeza, desde la indignación ciudadana.

EL MENSAJE decía:

“ASÍ ESTARÍA el berrinche de Sergio Gutiérrez Luna para que incluyeran a su esposa, que tuvieron que desmadrar las fórmulas para darle una candidatura. Cero pruebas y cero dudas”.

UNA FRASE lanzada al flujo de X –antes Twitter–, entre miles de otras que cada día critican, satirizan o cuestionan a funcionarios públicos. Pero esta, en particular, terminó en juicio. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación la consideró un acto de violencia política de género. No por gritar, no por amenazar, no por mentir, sino por señalar. Le impusieron una multa, la inscripción en un registro de sancionados y, sobre todo, la obligación de publicar durante treinta días una disculpa redactada por el tribunal.

EN LOS documentos oficiales, en lugar del nombre de quien presentó la denuncia, aparece la frase “DATO PROTEGIDO”. Así, en mayúsculas, como si el anonimato de una parte en juicio fuera suficiente para justificar una sanción pública.

PERO ESE “dato” no era ni reservado ni confidencial: la propia diputada Diana Karina Barreras declaró abiertamente haber promovido el procedimiento ante la autoridad electoral. La protección de su identidad carece, por tanto, de objeto jurídico real.

EN CAMBIO, quien sí quedó plenamente identificada y expuesta fue la ciudadana Karla Estrella Murrieta, obligada a publicar una disculpa impuesta durante treinta días, sujeta a medidas que comprometen su derecho a la libre expresión.

LA FRASE DATO PROTEGIDO no solo resulta equívoca: revela una inversión preocupante de principios. No se protegió la privacidad de una figura pública –que no lo necesitaba–, sino que se vulneró el derecho de una particular a expresar su opinión crítica sobre un tema de interés público.

#DATO PROTEGIDO se volvió viral, no solo como un símbolo de la desproporción del caso, sino como emblema de la forma en que el lenguaje jurídico puede vaciarse de sentido.

SU CIRCULACIÓN masiva fue también una respuesta al miedo: el temor legítimo de que la autoridad, amparada en supuestas garantías, pueda distorsionar la realidad para castigar la crítica.

PORQUE LO que está en juego no es solo un tuit. Lo que se discute de fondo es el verdadero alcance de la libertad de expresión en un Estado democrático.

La Crítica no es Violencia: es Parte del Ejercicio de la Ciudadanía

SABEMOS QUE la libertad de expresión no es un derecho absoluto. Está sujeta a límites legítimos cuando entra en conflicto con otros bienes jurídicos protegidos: el honor, la vida privada, la integridad de las personas. Pero esos límites deben establecerse de forma precisa, proporcional y bajo criterios estrictos de legalidad. No basta con que una expresión sea incómoda para que se vuelva punible.

LA LIBERTAD de expresión no es solo una garantía constitucional ni un artículo en los tratados internacionales. Es también ese gesto cotidiano de decir lo que pensamos sin temor a represalias. Y en un Estado democrático, eso incluye, de manera muy particular, la crítica a quienes ocupan cargos públicos.

EL TRIBUNAL actuó conforme a una figura jurídica legítima: la violencia política por razón de género. Sin embargo, esta figura fue concebida para proteger a mujeres en contextos de vulnerabilidad dentro del espacio político, no para blindar a quienes ya ejercen poder.

AQUÍ NO había una candidata afectada por una campaña de odio, sino una diputada con fuero y respaldo institucional, frente a una mujer sin más defensa que sus palabras.

CUANDO LA balanza se inclina así, lo que aparece no es justicia, sino intimidación disfrazada de equidad.

NO ES LA primera vez que la crítica a una figura pública se recibe como afrenta personal. Suele olvidarse que el ejercicio del poder incluye la obligación de rendir cuentas, de escuchar disenso, incluso cuando es incómodo. Parte del ejercicio pleno de la ciudadanía es la posibilidad de señalar lo que parece injusto o dudoso. Cuando esto se castiga desde las instituciones, no se protege a las personas: se desprotege al debate.

LA MISMA diputada que inició la denuncia ha declarado que ya no desea más disculpas. Que la primera bastaba. Pero la maquinaria institucional ya está en marcha. ¿Puede detenerse? Legalmente, solo a través de un recurso de reconsideración, que ahora está en manos del mismo tribunal. Irónicamente, la voluntad de la presunta víctima no basta para detener el castigo.

Y AHÍ ESTÁ el fondo del problema: no solo se castiga a quien habla, sino que se institucionaliza la idea de que criticar a un servidor público puede constituir un acto de violencia. Lo que debería ser la base del debate democrático se convierte en una amenaza jurídica para quien se atreve a incomodar.

EL CASO #DatoProtegido indigna no solo por su desproporción, sino por lo que revela del presente. Estamos ante un uso punitivo del lenguaje institucional, donde la protección se transforma en coacción. Donde la justicia no escucha el tono, ni el contexto, ni la diferencia entre poder y ciudadanía.

LO QUE se ha distorsionado aquí no es solo la aplicación de una norma, sino la noción misma de protección. Proteger no puede significar castigar al más vulnerable.

LA LIBERTAD de expresión no es decorativa. No puede reducirse a un formalismo ni sobrevivir como privilegio de quienes tienen más voz. Si algo debe enseñarnos este caso es que la democracia no solo se defiende en las urnas, sino en los espacios donde la palabra ciudadana encuentra eco.

EL SILENCIO también puede ser una forma de violencia. Pero hay silencios impuestos que no protegen a nadie, que solo encubren el miedo al escrutinio. Que a nadie vuelva a pedírsele treinta días de disculpas por decir lo que piensa. Que no nos acostumbremos a hablar en voz baja, ni a aceptar protecciones que distorsionan su propósito y terminan castigando la expresión legítima de quien ejerce su derecho a opinar.