Por Arlette Luévano Díaz

Pepe Mujica (Foto: Archivo/Daniel Augusto/Cuartoscuro)
EL PASADO 13 de mayo despedimos a José Alberto Mujica Cordano, Pepe Mujica. Murió en su chacra de siempre, acompañado por los suyos, tras una larga batalla con el cáncer. Lucía Topolansky permaneció con él hasta el final, como prometió.
DE INMEDIATO comenzaron los homenajes. Desde presidentes hasta influencers, desde rivales ideológicos hasta celebridades, todos se apresuraron a despedirlo con palabras elogiosas. Algunas sinceras. Otras, más bien convenientes. Y por eso vale la pena detenerse un momento y preguntarse: ¿qué estamos haciendo con su memoria?
PORQUE HAY homenajes que no honran, sino que silencian. Y muchas formas de vaciar una idea: la más efectiva es desactivarla, volverla inofensiva a fuerza de buenos modales. A Mujica no hay que recordarlo solo como el presidente austero, ni como el abuelo sabio que daba entrevistas entrañables desde su chacra. Esa imagen, aunque cierta, es incompleta. Fue floricultor, guerrillero, preso político, político electo, abiertamente ateo, profundamente optimista, irreductible.
SÍ, FUE un gran presidente. Pero, sobre todo, fue un revolucionario. Un hombre que incomodó. Y esa parte es la que muchos preferirían olvidar.
Un Legado Incómodo
MUJICA NO encajaba fácilmente en los moldes del poder. Militó en la guerrilla tupamara, fue torturado durante años por la dictadura uruguaya y, cuando recuperó la libertad, eligió otro camino: el de la política institucional. Pero no se desdijo. No cambió de piel para volverse aceptable. Gobernó desde la izquierda con convicción y sin grandilocuencias: despenalizó el aborto, legalizó la marihuana, garantizó derechos a las disidencias sexuales, combatió la pobreza con políticas redistributivas y descentralizó el acceso a la educación superior.
NO SOLO impulsó reformas: las explicó, las defendió, las pensó en voz alta. Su discurso era directo. Su crítica al capitalismo, aguda, pero sin fanatismo: conocía sus mecanismos, sabía negociar, pero jamás calló ante sus excesos.
SU EJEMPLO ofrecía otra forma de estar en el mundo, de decir que se puede habitar la política sin rendirse al mercado ni al cinismo. Fue una denuncia viviente contra la desigualdad, contra la mezquindad, contra las tentaciones de la vanidad. Y por eso, hoy más que nunca, hay quienes intentan convertirlo en una figura neutra, una especie de estampita progresista sin aristas, sin riesgo, sin memoria.
La Tentación de Suavizar al Rebelde
HAY ALGO inquietante en ver cómo algunos que antes lo ignoraban o despreciaban hoy lo despiden con solemnidad. Lo convierten en figura de consenso, en símbolo universal, pero sin sus verdades incómodas. Lo homenajean, sí, edulcorado. Celebran al hombre sencillo, pero silencian al insurgente; aplauden al sabio, pero ocultan al subversivo.
INCLUSO SECTORES religiosos buscan apropiarse ahora de su imagen, como si su coherencia no hubiera incluido también una postura clara: Mujica fue un ateo declarado. No renegaba de la espiritualidad, pero desconfiaba de los dogmas. Su ética no venía de lo divino, sino de lo humano: de la idea simple y radical de servir, pensar y vivir con coherencia. También ahí fue libre.
ESE ES el riesgo: que la figura de Mujica se vuelva decorativa. Que se la acomode en la vitrina de los personajes entrañables, mientras se olvidan sus batallas, sus dudas, sus convicciones profundas.
NO PODEMOS permitir ese vaciamiento. Porque Mujica fue, antes que nada, un revolucionario. Uno que supo cambiar las cosas sin traicionarse. Por eso destacó tanto en estos tiempos de máscaras.
México: Afinidades Electivas
MUJICA NO solo pensó en Uruguay. Fue un latinoamericanista convencido, con los pies en la tierra y la mirada puesta en el sur. En México encontró afinidad, historia compartida, heridas parecidas. Asistió al primer informe de López Obrador, habló con jóvenes, caminó universidades. Y no dudó en decir lo que muchos prefieren callar: que la violencia, la impunidad, la desigualdad son dolores profundos, y que el crimen organizado es también negocio global.
DESPUÉS DE Ayotzinapa, dijo lo que pensaba. Habló de un “Estado fallido” y, aunque luego matizó sus palabras, no retrocedió en su preocupación ni en su respeto por el pueblo mexicano.
NO ERA adulador. Era un aliado crítico. Y por eso, doblemente valioso.
Más que un Presidente Bueno
REDUCIR A Mujica a un “buen presidente” es, también, olvidarlo. Fue mucho más: una conciencia viva que incomodó a los poderosos y despertó a muchos que ya no creían. No buscó simpatías, pero las generó. No pidió homenajes, pero los merece, siempre que no vengan a costa de su verdad.
QUE SU muerte no sirva para barnizarlo, sino para volver a escucharlo. Y sobre todo, para leer en su vida una lección que no envejece: que otra política no solo es posible, sino urgente.
Y QUE NO empieza por discursos, sino por decisiones diarias: cómo se vive, cómo se elige, a quién se sirve.
RECORDARLO SIN conflicto es olvidarlo, porque sería caer en esa trampa de volver inofensivas las vidas más intensas. Mujica no fue un adorno. Fue una tensión viviente entre lo que es y lo que debería ser.
Y HONRAR su memoria exige no creerla inofensiva.