Por Felipe de Jesús Sarabia Salmerón

Felipe de Jesús Sarabia Salmerón
AL INTERIOR de la ciudad de Aguascalientes, todavía existen lugares con gran importancia arqueológica, santuarios de la memoria que muy bien pueden hablarnos del pasado chichimeca y de la manera en cómo los indígenas habitaron antiguamente este territorio. Uno de dichos santuarios es, sin lugar a dudas, la Mezquitera de La Pona. La importancia de este bosque del semidesierto no sólo radica en su papel primordial como pulmón y zona de recarga acuífera, sino también, en su gran valor cultural e histórico, ya que es el último relicto de vegetación nativa dentro de la ciudad, es decir, se trata un lugar que conserva el entorno ecológico que prevalecía en aquellos tiempos antiguos.
¿QUIÉNES ERAN los que habitaban La Pona antes de que llegaran los españoles? Basándonos en documentos coloniales, principalmente en la Relación Geográfica, escrita por Hernando Gallegos, y en el Lienzo de Teocaltiche, pintado por los caxcanes, sabemos que gran parte del área que abarca hoy el Valle de Aguascalientes alguna vez se conoció como Xicuna o el Xiconal, el “lugar de los xiconaques”, gentilicio que significa “los que habitan el ombligo”. Los xiconaques eran un conjunto de tribus de lengua zacateca que ya formaban una nación propia en el siglo XIV, y cuyo sustento económico era la siembra de maíz, pero también la apropiación itinerante del territorio por medio de la caza y la recolección. Sus hogares eran circulares y confeccionados con zacate, comúnmente andaban desnudos y se colocaban una banda alrededor de la frente para protegerse del calor, utilizaban además chaparreras elaboradas con piel, que les cubrían del tobillo a la rodilla y que les servían para protegerse de los ásperos matorrales.
HAY QUE destacar que el primer europeo que pisó Aguascalientes fue Pedro Almíndez Chirinos; cuando conoció a los xiconaques, le llamó mucho la atención de ellos que, a diferencia de otros grupos que había conocido en su camino por los llanos chichimecas, éstos fabricaban pan que muy bien pudo haber sido elaborado de mezquite. Por lo que se sabe científicamente, el fruto de este árbol, que se obtiene entre los meses de junio y septiembre, contiene un alto valor nutricional por sus grandes cantidades de proteínas. Dicho fruto es básicamente una vaina con poca pulpa, llena de semillas, y se estima que cada árbol genera aproximadamente de veinte a veinticinco kilogramos por temporada: se retiran las semillas de la vaina y ésta se lava con agua, se seca o se hierve para reducirse o ablandarse, después se muele hasta producir diversos derivados, tales como harina, atole o bebidas fermentadas, e incluso otros subproductos, como el pan elaborado por los propios xiconaques, quienes seguramente utilizaron un horno para tal actividad económica.
CABE DESTACAR que, por todo el Norte de México, se han registrado arqueológicamente varios tipos de morteros (piedras para moler), los cuales seguramente fueron utilizados para procesar las vainas y semillas del mezquite. Los hay fijos, que consistieron en agujeros excavados sobre la roca, o móviles, que eran tan pesados que se dejaban en el lugar. Por medio de estudios de polen realizados en este tipo de piedras para moler, se ha descubierto que el mezquite ya formaba parte de la alimentación de las culturas más antiguas que se han registrado en el Norte de México (después de la cultura Clovis), que son las Culturas del Desierto, ubicadas en el sitio de Boca de Potrerillos, en Nuevo León. Podemos decir que, así como el maíz fue una pieza fundamental en la alimentación del pueblo mesoamericano, el mezquite fue entonces el árbol que milenariamente sostuvo a las Culturas del Desierto. No sólo les brindó alimento, sino que es un árbol que hasta la fecha se puede considerar en todos los sentidos como un árbol sagrado. Esto se debe, en primera instancia, a que proporciona un gran servicio ecológico, ya que sus raíces tienen la peculiaridad de retener la humedad y reforestar el subsuelo, alcanzando su máximo crecimiento cerca de los ríos y del agua subterránea, creando así bosques interiores en medio del semidesierto, franjas de verdaderos oasis.
LA MEZQUITERA de La Pona perteneció particularmente a un gran bosque que se encontró junto a los ojos de agua termal, así como a un gran arroyo, seguramente navegado por canoas, con un caudal que sigue bajando (ahora entubado) por todo lo que es hoy Canal Interceptor, hasta desembocar en el Río San Pedro, en la colonia de La Fundición. Como podemos ver, la ciudad de Aguascalientes va contando su propia historia a medida que recorremos las venas de sus ríos y las raíces profundas del desierto. La historia de La Pona tampoco se puede contar sin llegar a considerar su asociación con los ojos de aguas termales, lugares que presentan un culto religioso de extraordinaria continuidad en el mundo indígena: esas aguas son curativas y oraculares, simbolizan la fuente de la vida y tienen un valor místico para invocar a la lluvia. También tuvieron una importancia primordial como lugares de regeneración y bautismo. Para los indios norteños, la inmersión en el agua fue la ceremonia más sagrada; el antropólogo Konrad Preuss menciona, por ejemplo, que: “Los jóvenes cazadores eran sumergidos en la sangre de la presa lavada en el arroyo. Quienes miraban la ceremonia caminaban hacia el agua y la tocaban con los labios, luego tomaban agua con sus manos y se lavaban con ella la cabeza y el pecho”. Por ello, tales pozos sagrados estaban protegidos por los guardianes de la mezquitera. De tal manera, la prominente figura del Cerro del Muerto custodiaba el interior del profundo valle, mientras anunciaba a los viajeros que ya se aproximaban a los ojos de agua.
A PESAR de que no se han encontrado hasta el momento vestigios arqueológicos tales como alineamientos, herramientas líticas o tiestos cerámicos al interior de la mezquitera de La Pona, mi posición profesional es que debemos ir más allá de la visión anquilosada que suelen tener muchas veces las instituciones, que compartimentan el patrimonio en natural, cultural o arqueológico, como si fueran cosas distintas y aisladas entre sí, y por el contrario, considerar los diversos elementos patrimoniales como un conjunto. Tampoco creo que sea conveniente la categoría de “paisaje”, la nueva moda conceptual de análisis del patrimonio que abarca todo, pero en el ámbito de lo legal no protege nada. Por lo tanto, me inclino más bien hacia la categoría de “santuario”, dado que, al protegerse un nicho de gran valor forestal, se protege a su vez un potencial sitio arqueológico. Y viceversa, cuando se protege un sitio arqueológico bajo la legislación institucional, también se protege un nicho ecológico. El patrimonio está vivo, y como lo demuestran las últimas protestas que se han levantado en Aguascalientes para defender La Pona en contra de las inmobiliarias, se encuentra más vivo que nunca. Finalmente, protegerlo implica una profunda reflexión acerca de lo que fuimos alguna vez, pero, sobre todo, acerca de lo que queremos ser en un futuro.
*Arqueólogo.